Un viejo músico, talentoso y muy
prestigioso, se encontraba desde hacía tiempo buscando partituras antiguas y
originales para tocar, después de mucho
averiguar dio con un antiquísimo monasterio de España, que tenía guardadas viejas
composiciones de su época de esplendor en la época medieval, según contaban.
Con mucho esfuerzo logró llegar a él y que le permitieran verlas. Así pues,
los monjes lo llevaron a una vieja torre de una ala en desuso, que hacía las veces de
vieja bóveda o lugar donde se encontraba
el archivo histórico, y en el cual había
un cofre repleto de manuscritos con anotaciones musicales, los cuales fue desenrollando y examinando con
gran cuidado y paciencia.
Ninguno le había parecido nada especial,
hasta que dio con uno con notación d´Arezziana, muy deteriorado, pequeño,
lo observó con atención y empezó a cantar la música que leía, la cual lo
atrapó de inmediato por su particulares sonidos, rara intriga y encanto escondidos en su
melodía, sin dudas era lo que buscaba.
Se sentó a copiarlo pacientemente, hasta en
sus mínimos detalles, pero vio que no estaba completo, la obra no se resolvía y
daba la sensación inequívoca de falta de conclusión.
Preguntó a sus anfitriones por el origen, o
el nombre y el autor de esa obra, pero en la bibliografía del lugar no existían
datos, era un verdadero misterio debido a lo minucioso de los registros
históricos que ellos poseían.
Luego ante la falta de un título o
referencia, llamó a esa parte “Movimiento Uno – Otoño” debido a el momento en
donde fue hallado y su oscuridad sonora, como una referencia básica y se marcho agradeciendo a los monjes del
lugar por las gentilezas.
Esa extraña melodía le resonaba
insistentemente en su cabeza, era bella pero muy rara, había algo en ella que lo atrapaba, y lo
seducía íntimamente pero no lo podía explicar de manera racional.
Empezó a estudiar la partitura con
dedicación y notó, adentro de una aparente simpleza, una gran complejidad y
ciertas resoluciones tonales y armónicas no características de la época de su
supuesto de origen, según le informaran en el monasterio por los demás
documentos que estaban juntos, pero era una real y grande incógnita.
Decidió empezar a hacerla conocer a sus
colegas músicos y discípulos y a ninguno le parecía gran cosa, le decían en su
gran mayoría, que era una música simple e incompleta, hasta la catalogaron de “obvia”, es más, su mejor amigo le comentó “es tan sencilla y común que está compuesta
en cuatro tiempos de negras, debe ser
apócrifa” dijo.
Lo mismo decía la gente que la escuchaba interpretada
en sus audiciones, a nadie le parecía nada especial, solo a él.
Sin embargo esa dura sentencia de
generalidad quedó retumbando en su cabeza y se le ocurrió analizar la obra
desde otro punto de vista, quería desentrañar el secreto de su atracción casi
obsesiva, del eco persistente en su mente de ese extraño leit motiv que lo
perseguía desde la primera lectura en la torre del monasterio, y observó luego
de mucho estudiar el papel de muchas formas,
que todo tenía que ver con el número cuatro; cuatro tiempos, tiempos de negras,
subdivisiones de cuatro, la cantidad de compases múltiplos de cuatro, pero
lejos de ser sencillo, por el contrario, las tonalidades y formas eran
sumamente extrañas y poco ordinarias, sus pensamientos estaban en plena ebullición,
de tal forma que se le ocurrió un nuevo enfoque en el asunto, porque no buscar
el toque de la exactitud, desde la frialdad numérica.
Asi fue que cierto día se le ocurrió darle
la partitura a un matemático conocido,
con quien fueron desentramando un cierto lenguaje hermético y oscuro,
combinación de música, matemática y meta mensaje antiguo pero ciertamente
preciso.
Arduos exámenes desentrañaron que desde un
principio el músico había acertado, todo daba en pensar que esa partitura era
parte de algo mayor, y las palabras que se desprendían claramente (y las
únicas) eran “Este” y “Otoño”.
Volvió presuroso al monasterio y pidió que
le contaran la historia del antiguo lugar, los orígenes, los vaivenes del
tiempo, los porqués, y la cuestión empezó a tomar una rara e impredecible forma
Ese viejo monasterio, construido en épocas
del impero romano, había sido “ampliado” y adaptado por el califa Abderrahmán I, durante la
invasión mora en el siglo VIII, y luego en el siglo XVII sufrió la eliminación de parte de los
trabajos de ampliación de Abderrahmán II, para volverlo monasterio
católico, parte de las cosas habían sido
llevada por los musulmanes guardianes de la fe, incluyendo los papiros y
anotaciones de la época en su diáspora luego de la disgregación del califato en
la península.
La
investigación iba a volverse intensa y extenuante, para saber qué destino habrían tenido los
papiros y las partituras, a qué lugar del mundo árabe habrían sido llevadas, y
si estas aún existirían, las posibles ramificaciones o posibles cursos de la
cuestión...
Años de
visitas a historiadores y antropólogos lo depositaron en la ciudad de Orán, en
Argelia, donde finalmente lo conducían las pistas del retiro de bienes del
monasterio tras la caída de Al- Ándalus y la expulsión morisca, y una vieja
mezquita de esa ciudad podría tener la respuesta.
Largas
entrevistas y negociaciones con los Imanes hicieron posible su presencia allí y
que le permitieran revisar el material histórico allí conservado a cambio de compartir
su información con ellos.
Tras
meses de búsqueda dio con una papiro similar al suyo, el papel era idéntico, su
textura y color, sus anotaciones... su excitación crecía mientras lo leía y
cantaba la melodía allí escrita, y comprendió la similitud, sin dudas era otra
parte vital de “Su obra”, la música que tanto anhelaba, con gran felicidad la
copió, la reprodujo y se la llevó consigo, en su cabeza hilvanaba los acordes
de ambas partes, la complejidad y
belleza aumentaba, la combinación era potente acrecentaba su inconciente poder
sobre su persona.
Bautizó
la nueva parte como “Movimiento Dos – Invierno”, ya que era aún mas
introspectivo y violento cual tormentas, frío y atrapante... además que el
sentimiento de esa obra era sumamente intrincado y melancólico, probablemente
hablaría del estado de ánimo de su autor al ser expulsado de sus tierras y
partir al destierro...quizás.
Nuevamente
repitió el sistemático estudio primero musical, y luego con el matemático,
habían derivado en otras palabras clave, “Oeste” e “Invierno”, nuevamente la
coincidencia íntima le reveló un estado de comunión con la obra por demás
extático.
Pasaron
los meses y su entusiasmo aumentaba, de nuevo en el monasterio donde principió
su obsesión, las visitas eran diarias, a cambio de ejecutar sus obras sacras
para los moradores del lugar tenía libre acceso a toda la información que
requiriese, continuó con la historia del lugar, gracias a la paciencia de sus
moradores y la exactitud de sus viejos libros y anotaciones.
Sus
exhaustivos estudios habíanle pues develado, que la orden religiosa jesuita
instalada allí en el Medioevo, se
traslado a América luego de la conquista hacia fines de 1617, y allí había
fundado comunidades en el norte del virreinato del Río de la Plata territorio
perteneciente al imperio español, adonde la música y el canto era parte
fundamental en el proceso de enseñanza de la orden, era sin dudas ese su
próximo destino.
Nuevas y
arduas investigaciones lo depositaron en la provincia de Misiones, en
Argentina, y en las ruinas jesuitas del lugar. Mucho tuvo que estudiar hasta
dar con el museo jesuita de Misiones, y poder acceder al material que solo
acceder luego de arduas diligencias.
No fue
gran sorpresa entonces encontrar una nueva partitura, un nuevo eslabón,
deteriorado y rasgado, pero en el cual podía divisar otra melodía hermanada a
las dos anteriores de manera intrínseca, intensa, áspera, casi frenética pero
que era de similar sincronía con las otras y que no dudó en llamar “Movimiento Tres
– Primavera”, y cuyo meta mensaje numérico musical implicaba “Sur” y
“Primavera”, pensó en lo tropical y en la dominación aborigen y el lugar en el
mundo, evidentemente todo volvía a coincidir de manera mística pero a la vez
material.
De
regreso en su estudio, su dedicación a la enseñanza y la interpretación de
música decaía casi proporcionalmente al empeño que ponía en el estudio de las
tres partituras.
Pasaba
horas tocándolas, descubriéndole detalles y texturas, colores y sabores que desprendían
de esas notas al unísono, de esa
magnificente obra, y cuando el cansancio lo abatía pasaba sus horas de descanso
pensando donde hallar la parte restante, era obvio que faltaba la última parte,
la cuarta, el verano, el norte, el destino, y no se resignaba a no completarla,
ya era la razón por la cual se justificaría su existencia en este mundo.
Para
ello volvía una y otra vez al monasterio, pasaba largas horas con los monjes,
con los libros, los papeles, con los ambientes que suponía habían inspirado al
creador de esa gran obra a la que ya había consagrado el total del resto de su
vida, que ya “era” su vida, no concebía
otra cosa mas allá.
Imaginaba
al gran compositor, un ser majestuoso e imponente, creando con gran inspiración
y autoridad, pero con un gran sentido metafísico esa obra, sumamente simple
pero a la vez compleja, imaginaba a ese genial músico gesticulando métricas en
el aíre, garabateando notas y acordes buscando la belleza poética, pero a su
vez lo imaginaba hermético, armando complejas alquimias matemáticas que le
dieran el sentido a la obra, transmutando números, su número perfecto, el
número cuatro.
Y armaba
sus propios galimatías, resolvía sus enigmas o creía hacerlo, pensaba: “los cuatro puntos cardinales, y veía
la “Germania” y a Colón; las cuatro
estaciones, e imaginaba equinoccios y solsticios
y Vivaldi; los cuatro elementos, y lo
reflejaba en los tiempos pre socráticos y la antigua China; los cuatro compases y la música yendo desde
lo gutural de los homínidos hasta la magnificente ópera, la nota “do” y el “Ut
queant laxis”, el cuadrado divino y Pitágoras… todo cerraba, todo encajaba a la
perfección.
Pero a
la vez la obra era espontánea, simple y su belleza se le revelaba ya casi por
completo a cualquier ser puro que la oyera…su cabeza hervía y su imaginación
volaba.
Su
cotidianeidad fluctuaba entre sus investigaciones y el disfrute de la obra, los
arreglos musicales, las orquestaciones que imaginaba y sonaban en su cabeza, y
sus investigaciones inacabables e imcomprensibles de cómo seguir, como llegar a
la cuarta parte, al cuatro de cuatro, a la divina perfección auto estipulada...
Sus
investigaciones se orientaban al origen mismo, el impero Romano, el monasterio
era de ese origen, así que su viaje a Roma no se hizo esperar, se trasladó a la
capital del antiguo imperio al cual creía entrever en sus afiebradas y perdidas
miradas hacia el horizonte, y busco denodadamente en monasterios, en museos,
entre particulares, historiadores, pero nada lo conducía a la cuarta parte, ni
rastros del elemento faltante, de esa parte que cerrara el todo, su obsesión y
su dinero se acababan, como así también su vida, pero no podía resolver su
enigma y no iba a volver atrás.
Ya casi
vencido, una noche de verano, tuvo una visión, era imposible que un solo
músico, un solo hombre, una infima parte del todo, compusiera “la obra” en un
período de tiempo tan extenso, ¿cómo
podría aun habiendo comenzado la obra en su niñez, haber vivido tanto para
estar en puntos tan distantes, épocas
tan remotas y culturas disimiles? ¿como podría haberse trasladado, como habría
vivido y subsistido?, pero los enigmas era tan grandes como su pobre estado y
su salud deteriorada… pensó en lo místico, en lo paranormal, pensó en “Hermes
Trismegisto” en lo inmortal.
Aunque
no descartó que fuera la obra de un maestro y sus discípulos, de un gran genio
inspirador y sus seguidores eternos
Pensó
pues en el artista, en su misión, la de trasladar el arte al pueblo, ese arte
provenía de la nada, de un estado creativo puro, del alma inmaculada, y pensó
aún que faltaba la cuarta parte…
Los
enigmas se acentuaban y su salud se deterioraba penosamente cada vez mas… sus
discípulos, serían los encargados de seguir con su misión, pensó. Se creía el encargado de pasar la posta a sus
discípulos para continuar con la monumental búsqueda, y fue allí, en una
calurosa y afiebrada noche de verano que tuvo la visión, finalmente entendió…
Tal
cosmogonía le reveló finalmente que la “obra” estaba incompleta, la inconmensurable
búsqueda de su vida, esa ardua reconstrucción, todo encajaba, la cuarta parte
era “el don del intento” que le había sido concedido a él y solo a él, capaz de
ver en la oscuridad y de encontrar un sentido donde otros veían nada.
Debía
terminar la obra, como un mandato
mágico, como una tradición épica y atemporal, pensó en Hércules y la
cierva, esa era su obra, “la obra”, pero en realidad no le pertenecía a él,
ni nadie, ni a autor alguno, era eterna,
continua y ala fez finita en si misma.
Allí
comprendió su misión, traer la cuarta parte desde lo infinito y legarla ya
completa a la humanidad, el cuatro volvía a cerrar, el artista, la humanidad,
el don del intento, la obra…
Llamó a
sus discípulos en su lecho de muerte y les cantó las notas débilmente de ese cuarto movimiento, con sus últimas
fuerzas, con su último hálito de voz, con su última inspiración regada por años
una sencilla pero infinitamente bella melodía final, que por haber recorrido
con su mente las notas de las tres partes restantes de esa obra eterna,
perenne, inmortal, imaginando como sonaría en su totalidad, ante un gran
auditorio, o quizás extraviada por eones en el infinito, perdida por la
insensibilidad o la incapacidad de entender, finalmente veía la luz.
¿Podrían
los demás verla?
Gustavo Bolasini
Gustavo Bolasini
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